No hace mucho tiempo, un amigo nos pidió que escribiéramos algunos recuerdos que nos traen las mesas de la cocinas en nuestras vidas. La premisa de este ejercicio era que la comida es algo fundamental para nuestras relaciones y que una buena parte de nuestras vidas ocurre en torno a los lugares donde comemos y de quienes elegimos para comer.
Yo tengo maravillosos recuerdos de la mesa de la cocina. En nuestra casa cerca de Filadelfia, recuerdo a mi hermana mayor sentada a la mesa en la espaciosa cocina, tratando de persuadirme a comer más antes de ir a la iglesia. Me habían servido los mejores panqueques que había comido en esa mesa en particular. Fue en esta mesa en la que mi hermano cometió la grave falta de lanzarle huevos revueltos a mi hermana, usando el tenedor como catapulta. (Esto pasó exactamente una vez). Pocos años después, recuerdo nuestro nuevo hogar en el Valle de San Fernando, cerca de unos huertos de cítricos donde ahora se erige la Universidad del Estado de California, donde comíamos maravillosas comidas en el comedor formal, donde mis padres con gran orgullo usaban la fruta de plástico que yo les había comprado como regalo para el centro de la mesa. Recuerdo la mesa del comedor de mi abuela elegantemente asignada en Clinton, Mississippi, donde siempre bebíamos té helado bastante azucarado en los vasos más altos que haya visto, asegurándonos de hacer tintinear los cubos de hielo con las cucharas de plata de largo mango. La cocina de mi abuela era la más moderna que yo había visto y ella se vestía elegantemente para cada comida. Sólo a unas millas de allí, en Jackson, también cenábamos con mis otros abuelos, RJ y Pauline, en la mesa de su cocina en una modesta casa de una calle bordeada de árboles. Estos abuelos, que crecieron en una comunidad rural pequeña, nos alimentaban con tomates cosechados en su huerta, compota de quingombó, pan de maíz de sartén, pescados capturado por mi abuelo y platones de sopa gumbo caliente (¡y picante!).
También me acuerdo del comedor en el pequeño tráiler de acampar de mi familia, donde mi padre preparaba y alimentaba a su familia con macarrones y queso Kraft y atún. (Una generación diferente de alimentos, ¡pero un gran padre!). Era allí también donde jugábamos juegos de mesa y barajas a la luz de una linterna, viendo la cascada de fuego en el Parque Yosemite. Después de la cena, juegos y una relajante taza de chocolate caliente, doblábamos el juego de comedor convirtiéndose en la cama en la que yo dormía.
Cuando mi esposo y yo tuvimos nuestro primer departamento, fuimos a una tienda de muebles usados llamada Egypt y compramos una pequeñita y encorvada mesa de cocina. Estaba hecha de aserrín prensado cubierto con laminado tipo madera. La usamos durante varios años. Allí preparábamos, cada noche, nuestras comidas hechas en casa cuidando nuestro presupuesto; cortábamos cupones y nos preparábamos para los exámenes de postgrado.
Cuando compramos nuestra casa, nos dimos cuenta que teníamos mucho espacio pero poco dinero para amueblarla. Mientras que visitábamos una tienda de segunda en nuestro pequeño pueblo, nos enamoramos de una mesa grande y pesada. Estaba un poco golpeada, le faltaban las extensiones, pero era claro que había sido amada por una familia grande. Contaba con un juego extra de patas en el centro, que se encontraban allí para soportar su gran longitud cuando se le extendía completamente. Pagamos por ella lo que para nosotros era una pequeña fortuna y le pedimos a unos amigos que nos ayudaran para llevarla a casa. No teníamos sillas, así que un amigo nos regaló tres de finales del pasado siglo rescatadas de la Oficina de la Comisión Marítima de Estados Unidos en Long Beach. No combinaban con la mesa o entre sí, pero nunca nos importó y nos las quedamos. Son simplemente maravillosas.
Vivimos en una casa chica, así que la mesa sirve las veces de mesa de cocina y de comedor, a sólo un pie de la cubierta del gabinete y de la estufa. Aunque una mesa más pequeña hubiera tenido más sentido, nunca solté ésta. Le dimos otro acabado hace unos años y sucede que es una mesa bastante inusual y con un gran valor, que vale mucho veces más de lo que pagamos por ella.
Ciertamente es de un valor incalculable para mí, porque esta mesa ha arraigado a mi familia en esta casa. Siendo la niña de las mesas y banquetes movibles, me doy cuenta que su constante presencia me es tranquilizante. Es en ella donde preparamos los alimentos y los proyectos escolares y donde realizo la mayor parte de mis escrituras. Es donde senté a mi hija y le puse una bandita en su rodilla raspada. En donde los tres compartimos el desayuno todas las mañanas. Donde hemos celebrados los cumpleaños y días festivos, fiestas del equipo, reuniones de adolescentes, grupos de estudio y reuniones del comité (todos incluyendo buena comida y buenas personas). Donde hemos tenido importantes discusiones familiares, compartido recuerdos y reído. Es donde mi esposo lee la página de deportes, donde yo echo chispas por la página editorial y donde mi hija y yo hacemos manualidades y cosemos. Se ubica entre dos ventanas a tres pies de la barda del costado, donde crece una madreselva exuberante y fragante y donde la nochebuena trasplantada del jardín de nuestros vecinos hace más de 20 años florea brillantemente.
La mesa de la cocina siempre cambia de mantel. Uno es el mantel que nos trajeron unos amigos de su viaje a Guatemala. Otro hecho por mi hermana, junto con sus servilletas que le combinan. Un mantel de encaje que encontré en una pequeña tienda cerca de mi casa. En ocasiones muy especiales, dejamos que la madera hable por si misma.
No conozco la historia de la mesa antes de que fuera parte de mi familia, pero ya es parte central de la historia de nuestra familia. Después de que compramos esta mesa, la que adquirimos en Egypt, fue reciclada para sostener una creciente colección de plantas. Finalmente su vida útil se acabó hace algunos años. Me dio tristeza verla partir.
¡Que tengan un verano seguro y feliz, lleno de comida saludable y deliciosa, servida en mesas que usted ama, con las personas que aprecia!